19 abril 2024
CRÓNICAS

La Mitaí

En el número pasado, alguien hizo un comentario nostálgico, en el artículo Taca Taca, que me llegó muy profundamente y no es que uno viva en el “te acordás”, pero tampoco tengo por qué tirar por la borda ese pasado de la adolescencia, si puedo compartirlo con alguien.

Para completar la escena me aparece en Facebook un amigo de aquella época, hablamos por teléfono después de taitantos años y aparecieron a colación un montón de personas que hemos perdido de vista y otras que no están más.

Este muchacho de ayer, que llamaremos Luisito, porque en definitiva así le decíamos todos, veraneaba en la casa de un tío y quedaba él, una mona y un empleado, que era un enfermo mental, el cual se encargaba de la cocina, las tareas de la casa y de la bendita mona.

La bendita mona, que de bendita no tenía nada, se llamaba Mitaí y cuando, para escribir este artículo, agarré la enciclopedia de monos, la tal mona no figura ni como tití, ni como caí.

Ca’í es mono en guaraní. Mita’í es niñito en la misma lengua.
Como no soy fácil para darme por entregado busqué en Google, después del armado del artículo y la especie se llama monos caí y se encuentra profusamente ilustrada.
Aclarada la especie y el nombre de la mona, cuyo significado, ni a la propia mona le interesaba, ni cuando la llamábamos.

Para describirla bien es ese mono recontra común, marroncito con los pelos de la cabeza un poco más oscuros, como si fueran peinados a raya al medio, que muestran los dientes amenazadoramente, hasta que concretan la mordida, pasando de la amenaza a una agresión.

Mientras amenazan con lo que vendrían a ser las cejas, las suben y las bajan para aparentar que abultan más.

Recuerdo que en un circo que estaba en la avenida Agraciada, cuando se llamaba así y no del Libertador y la Paz, se había escapado un mono de este tipo y andaba muy orondo por la parte de arriba de la carpa y todo el público que estaba en la cola o pasaba por la calle se apilaban, mirando al mono maldito, que algún problema tenía conmigo, pero para desgracia de él, se había escapado con collar y cadena.
Uno de los dueños del circo me agarró a mí, como para sujetarme y el mono desgraciado, bajó de apuro por uno de esos cabos que sujetan la carpa a una estaca y se me vino como chancho a los boniatos.

Menos mal que había varios peones y le manotearon la cadena y lo llevaron para su jaula a los cadenazos para que no se les fuera a los bifes a ellos también. Por un rato me tuvieron de sebo para cazar monos prófugos.
Este tipo de monos los he visto en los camiones en la frontera con Brasil que los llevan con una cadena en la caja, para persuadir a los ladrones, de cualquier tentación que puedan tener.

La Mitaí era mala por unanimidad y se pasaba todo el día midiendo a quien podía agarrar distraído. No es para nada divertido tener una mona así de mascota y estarse cuidando todo el día de que no nos metiera los dientes en cualquier parte de la humana naturaleza.

A dos cuadras de la casa de la Mitaí había otra mona, del Escribano Eduardo Moratorio Rivière, mansita como agua de pozo, era idéntica a la otra, pero esta era puro cariño.
Eso si, uno que está acostumbrado a agarrar a los cachorros de perro, por el cuero y con pasarles el antebrazo entre las patas y la mano hacia arriba en el pescuezo ahí quedan quietitos, esperando la caricia o lo que sea. Los monos son totalmente distintos.
La mona de Moratorio era más mundana, salía en bicicleta con el patrón y se abrazaba a la pantorrilla y era doble diversión paseo en bicicleta y sube y baja, porque al pedalear subía y bajaba con la pierna.

Hacía boliche, quieta y tranquila en lo de Ñeque o Juancito, comiéndose una galletita o cualquier cosa que le daban. Era tan educada, que no tenía apuro por irse ni apuro por llegar, no esperaba al que llegaba, ni demoraba al que se iba.

Cuando uno la agarraba, el tema no era tan sencillo, como con los cachorros de perro o de gato, porque la que mandaba era ella, eso sí, sin violencia.
Cuando la teníamos en el brazo, ella agarraba para arriba por los hombros, pasaba por arriba de la cabeza, bajaba por los brazos, las piernas, volvía a subir, era un infierno, lo hiperactiva que era y lo menos agradable cuando enroscaba la cola alrededor de nuestro pescuezo y apoyaba las cuatro patas o manos en el pecho y frente a nuestra nariz o boca, nos quedaba, cual si fuera un micrófono las zonas pudendas de la doña, que no sé si estaban limpias o sucias porque me clausuré y amigablemente la hice bajar, por si las moscas.

Superado ese trance no recomendable, puede ser una relación muy entretenida, a pesar que es como estar con un niño pequeño, que entiende más de lo que nosotros creemos, pero no hace caso y para complicar un poco es hiperactivo, habría que darle ritalina para que anduviera a menos revoluciones.
La Mitaí era el polo opuesto. Tenía un alambre en el suelo atado en las dos puntas, al que le sujetaban la cadena y ella iba y venía como trompada, pero siempre atenta a que cualquiera de nosotros se distrajera y pegar un mordiscón con esos dientes puntiagudos y finitos.

Como la barra nuestra era muy grande, siempre se nos pegaban muchachos más chicos, un par de años, pero a esa edad es demasiado y de esos que son como moco verde, imposibles de despegar.
No podíamos hablar de nuestras cosas, porque estaban al alpiste y después andaban abriendo la boca por ahí, ya fuera con nuestros viejos, con las chiquilinas o cualquier otro beneficiario.

A la mal llamada hora de la siesta, cosa que ninguno de nosotros usaba para tal fin, teníamos en la vuelta al Cuqui y al Beto.
Al Beto, una vez le enlazamos la bicicleta del manillar y se la voleamos para arriba de una acacia. Juró y recontra juró que no iba a romper más la lírica castellana y se la bajamos. Al ratito andábamos a las corridas para volverla a enlazar. Era un perjuro nato.

Con el Cuqui, que era de terror, lo atamos a un pino y el que manejaba a la Mitaí, le iba dando cuerda a la mona, la cual era un show en cámara lenta, verle lo que hace las veces de cara de maldita, subiendo y bajando las cejas, mostrando los dientes y arañando la arena con las manos para avanzar más rápido y llegar a la víctima.
Lo perdonamos y la mona poco menos que tiene que ir al psicólogo para superar el trauma de no haber podido morder al Cuqui.

Pero el Cuqui era un portento, pero no de virtudes, salvo que amolar sea una virtud.
Volvió a las andadas y dale que va y nosotros éramos más grandes y cuatro o cinco y ganas no nos faltaban, para cobrarnos las molestias de tamaño incordio.
Lo agarramos y suplicaba, hasta puchereaba el muy ladino y volvió a su pino y lo atamos como un matambre al árbol.

La Mitaí estaba radiante y le íbamos dando cuerda hasta que con sus manitas negras tocó las piernas del insoportable. Lo hicimos sufrir bastante y la mona volvió a quedarse con las ganas de morderlo.
Cuando lo soltamos la boca era una tostadora, pero de lejos, por un tiempo no se volvió a arrimar.

Hoy pienso, con la madurez que nos da, el tiempo transcurrido, que si la mona se llegaba a zafar y agarraba al chiquilín, menudo lío íbamos a tener.
Claro que en esa época vivíamos de lío en lío y que le hace un piojo más a un atorrante.

2 comentarios en «La Mitaí»

  • Son divinos los monos, dicen que son medios traicioneros, pero la Mitaí era una diabla……los hacia pasar entretenidos. Yo por las dudas ni me le hacercaba….
    Muy bueno saludos

  • Estimada Rita: los monos son medio traicioneros si los mirás con un solo ojo. Parece que no te gustó el trabajo de Evita Perón, el segundo capítulo develará lo que ya todos conocemos.

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