16 abril 2024
CRÓNICASMUNDO

Whisky: Hablemos un poco

La bebida nacional de Escocia nació en las abadías en el siglo XV y se convirtió en el licor predilecto de los británicos, qué mal se trataban los pobres sacerdotes.

La primera mención que se conserva al «agua de la vida» aparece en un documento de 1494 de la Hacienda (léase DGI) escocesa, el Exchequer Roll.

En él, el rey Jacobo IV de Escocia concede «a fray John Cor», monje de la abadía de Llndores, «ocho boles de malta para elaborar Aqua Vita para el rey».

Criticar la cocina británica ha sido un lugar común, comparándola con la francés, la italiana y la española, entre otras, pero a nadie se le ha ocurrido dudar del gusto de los británicos por la buena bebida.

Ya en el siglo VIII, el inglés san Bonifacio censura el fanatismo por el licor de tantos insulares, placer o vicio en el que no incurrían «ni francos ni lombardos, ni romanos o griegos ».
De esa inclinación británica, sin embargo, se iban a favorecer, con el tiempo, gastronómicos de todas las latitudes.

De no haber mediado el Imperio Británico, en efecto, los vinos como el burdeos y el oporto, el madeira y el jerez no serían lo que hoy son.

A buen seguro, los británicos tampoco hubiesen conocido la repercusión mundial sus dedos bebidas nacionales: la ginebra inglesa y el whisky escocés.

Con cientos de millones de litros vendidos cada año, bien puede pensarse que la del whisky ha sido «una historia feliz».

La propia versatilidad de este destilado parece asegurar la continuidad de su triunfo: si el whisky tiene sus fanáticos seguidores, existen todo tipo de combinaciones para escandalizar a los cuáqueros y abstemios.

No está mal para una bebida que es, teóricamente, algo muy simple: alcohol destilado de grano de cereal fermentado y luego añejado en barriles de madera.

En otras palabras, es cerveza destilada, como lo es el cognac, que resulta ser un vino de uvas blancas especiales de una región determinada de Francia destilado.

Si la mera palabra «whisky» nos lleva a Escocia no es sólo porque, como dice, «parece que los escoceses lo hicieron antes que nadie».

Es porque allí esa sencilla cerveza destilada se enriqueció con todos los elementos —la tierra, el agua, el fuego, el aire— hasta conseguir una bebida que puede llegar, dentro de la excelencia, a la más sofisticada complejidad.

Existen interminables teorías sobre los orígenes del whisky.

Hay quien lo atribuye a los egipcios, al fin y al cabo, sabios en el arte de la cerveza.
Otros hablan más bien de las alquitaras griegas: nos consta que en tiempos de Aristóteles ya se elaboraba aguardiente.

Y, de Ramón Llull a Arnau de Vilanova, sabios y alquimistas medievales tal vez lo importaran del mundo árabe.

En todo caso, antes de 1500, cualquier evidencia histórica es « escasa y terriblemente confusa», y además resulta harto dudoso que aquel whisky primigenio se pareciera al de nuestros días.

En el siglo XV, se documenta por primera vez el “uisce beata”, expresión gaélica alusiva al agua de la vida pero ignoramos si con ella se hacía referencia al brandy o al «licor» genérico.

Bebida hasta entonces de monjes, boticarios y gentes del campo, la primera referencia al whisky tal y como lo conocemos en nuestros días proviene de una revista irlandesa de mediados del siglo XVIII.

Nada de eso quiere decir que no se destilara desde mucho antes en tierras escocesas, al menos desde fechas cercanas a 1400.

Aun cuando ese whisky distara del que hoy conocemos, su importancia económica fue siempre de peso: tanto, que el poder real lo otorgó en monopolio al gremio de barberos- cirujanos de Edimburgo en 1506, con lo que también se inauguraba una tradición, destinada a durar, de conferir a este destilado poderes curativos.

Con el tiempo, sin embargo, la producción se iba a ver severamente controlada: en tiempos de hambre, emplear el grano para destilar y no para comer fue un lujo que llevó la crianza del whisky a manos de los nobles.

Nada de eso impidió el afecto de los escoceses a su bebida, desde que eran —como refiere un viajero— «niños sin dientes» hasta que se convertían en «ancianos sin dientes».

El mayor afecto al whisky, con todo, lo mostró siempre el fisco: en 1644, la producción y crianza del «agua de la vida» se vio gravada con impuestos, y la unión política de Escocia e Inglaterra en el Reino Unido propició que « cada vez que Inglaterra emprendía una guerra» buscara dinero en esta bebida.

Y no sólo en el propio whisky, ya que también tributaban el cereal, los alambiques, etcétera. Finalmente, en 1781 se prohibió la destilación privada.

Aun cuando en 1816 se rectificara y se levantaran sus cargas fiscales, el consumo y la producción ilegales se vieron fuertemente penados.

Pensemos que no fue hasta el año 1983 cuando dejó de haber un funcionario del Estado británico en las destilerías para controlar la producción.

Todos estos impedimentos tuvieron un efecto contradictorio: el ingenio de los escoceses fue fértil a la hora de ocultar alambiques y barriles, y ni el más suspicaz de los emisarios del Estado podía imaginar que unas barricas con la leyenda «desinfectante para ovejas» contuvieran, precisamente, whisky.

La prohibición, además, no hizo sino aumentar el contrabando: cuando, en 1822, Jorge IV llegó a una Escocia que llevaba siglos sin recibir visita real, el whisky con el que brindó, por pura ironía, era ilegal.

La bebida del gentleman

Fue a partir de entonces cuando la historia del whisky comenzó de verdad a ser «feliz».

La bebida escocesa adquirió un predicamento que contrasta con la mala fama de la ginebra, responsable de todo tipo de tumultos y desórdenes cometidos por las clases populares en la Inglaterra del siglo XVIII.

En cambio, el whisky se benefició del apoyo de la Corona.

El citado Jorge IV y, ante todo, la reina Victoria, pusieron de moda Escocia como destino vacacional.

El romanticismo de la época se extasiaba con las fantasías medievalizantes del poeta Sir Walter Scott, la realeza se confeccionó sus propios tejidos, la Reina Victoria tuvo su Palacio Balmoral como una de sus residencias favoritas y, en lo que al whisky concierne, siempre se ocupó de llevar una botella consigo en sus desplazamientos y por qué no algún amigo de turno que la ayudaba a compartir el tiempo, aquella que fue la abuela de todos los primos reyes de distintos países y territorios, que se masacraron en la Primera Guerra Mundial, desde el Zar hasta el Kaiser.

Sí, curiosamente, la misma reina que tanto apoyó las «ligas de la templanza» para prevenir el alcoholismo, no dudó en otorgar la distinción de «proveedor real» a la destilería de Lochnagar.

A partir de ahí, el Imperio británico, que tanto tuvo de capitalismo escocés, llevaría el whisky a los cinco continentes con los barcos de la Armada.

Y, en el último tramo del siglo XIX, la plaga de la filoxera, que hundió el mercado del brandy, todavía ofreció una espléndida oportunidad para el crecimiento de su rival.

Cuando por fin llegó el siglo XX, el whisky ya se había convertido en la bebida elegante para el gentleman, con el extra saludable de «no afectar ni a la cabeza ni al hígado», según la publicidad de la época. La afición a la bebida de Eduardo VII —rey y dandy— iba a contribuir a dar más prestigio al destilado: cuando él comenzó a beberlo con agua, muchos de sus súbditos imitaron esta costumbre chic.

Siempre capaz de reinventarse, el scotch sobrevivió a las guerras mundiales —en 1943 no se destiló ni una gota— y supo ir ganando nuevos espacios, con las distintas cremas de whisky, por ejemplo, o con la introducción del malta frente al dominio del blended a partir de las décadas de 1970 y 1980.

Esa bebida que, según el sabio James Boswell, «hace felices a los escoceses », puede pagarse hoy, en las subastas, a cientos de miles de euros la botella.

Highland o Lowland, Speyside, Islay o Campbeltown, whiskies más salados o más minerales, con tonos dorados o con reflejos de caoba, la sed del mundo puede escoger hoy su destilado en mil versiones. Todas ellas coinciden, sin embargo, en ser, como apunta el historiador David Daiches, un brindis a la civilización, un tributo a la continuidad de la cultura y un manifiesto de la determinación humana para disfrutar en plenitud de sus sentidos.

En otras palabras, cerveza destilada, como el cognac es vino destilado.

Privilegio que le concedió Francia, exclusivamente a nuestro país exclusivamente de poder llamar cognac a nuestro vino destilado, que en otros lados del mundo debe usar otro nombre, como por ejemplo brandy.

Los escoceses lo inventaron y lo destilan, los ingleses lo adoptaron y los uruguayos tenemos el índice per capita de mayor consumo de dicho licor ambarino en el mundo.

Un comentario en «Whisky: Hablemos un poco»

  • gigantes los saserdotes escosese sabian como castigares me gusto lo del agua de la vida para mi es asi…..jejeje

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