19 abril 2024
CRÓNICAS

Más que tu madre HDP

Estamos un tanto nostálgicos hoy. Cuando iba al liceo eran las postrimerías del Peronismo en Argentina y don Luis Batlle Berres, nuestro presidente de la época, tenía un pico a pico con el Pocho Perón de padre y señor nuestro.

Cuando murió Evita, a los 33 años de edad, en 1952, Juan Domingo Perón, en la ciudad Evita usaba como lugar de esparcimiento con las chicas adolescentes en edad de merecer y tenían motonetas Vespa (avispa en italiano) y el porteño que siempre festejó sus desgracias le llamaba a las motonetas Pochonetas.

Claro que Perón era un vivo y ellos festejaban la viveza que pagaba el pueblo de su propio bolsillo.

Cuando lo rajaron del poder, en una cañonera paraguaya, llamada Paraguay y un puntual hidroavión Catalina lo saco, que el amigo de Perón, el dictador Stroesner había dejado casualmente en el Puerto de Buenos Aires, Perón se fue de Paraguay a España donde compró la Quinta 17 de Octubre en Madrid y vivió como un bacán 13 años hasta
que volvió a la Argentina, cuando el gobierno del dentista Cámpora, apellido que, no casualmente, le dio nombre a la fuerza de choque de las juventudes kirchneristas la Camporita, donde jugaba un papel bastante singular el hijo de Kirchner, que parece que después de las últimas elecciones va a entrar al régimen de las 8 horas, si no logra sacar a tiempo todo lo que se les pegó a la familia, durante los años que ejercieron, el poder papá y mamá, porque él parece ser un zapallito de verdeo y la hermanita fue a estudiar cine a EE.UU y por supuesto no va a ser la John Houston de la cinematografía argentina.

La botija, que iba y venía un par de veces al día en un fin de de semana de Buenos Aires a la Patagonía al Santo Botón, como ser el cumpleaños del perro o del gato de la prima segunda de su tía abuela.

En aquellos tiempos del Pocho, y liceales míos, cualquier revuelta en Buenos Aires, nos servía a nosotros para salir a festejar por 18 de Julio o a bailar al Zum Zum en el Parque Rodó, previa pasada a buscar de los compañeros (no en sentido político sino de colegas de estudios) del Liceo Zorrilla, como buenos cófrades del Liceo José Pedro Varela (público).

Por lo general se venían los de la fuerza aérea Argentina, que después de bombardear la plaza de Mayo, se refugiaban políticamente en Montevideo.

Hubo algunos muertos en esos bombardeos o ametrallamientos, pero no nos enterábamos nosotros y al grito de muera Perón nos poníamos los de un liceo de un lado y los del Zorrila del otro lado del sangrador del arroyo de La Estanzuela que drena para el río de la Plata entubado de a tramos, inunda los lagos del Parque Rodó, por el lado de Gonzalo Ramírez y Herrera y Reissig y desborda por el canal con Neptuno refrescándose en una escultura de bronce que da a una boca que está frente al Parque Hotel.

A los Brigadieres argentinos (equivalentes a Coroneles de acá) se les permitió, para sobrevivir, vender empanadas mendocinas en la mal llamada plaza Libertad, por la estatua de La Paz de Abril de Litvni, la cual se llama Plaza Cagancha, la plaza Libertad verdadera esta frente a la entrada del Hipódromo de Maroñas.

El quiosco todavía está, vendieron flores un tiempo y otros tiempos estuvo cerrado.
De esa plaza tengo en casa fotos color sepia, por el tiempo transcurrido, del carrito que simulaba un trencito tirado por carneros y llevaba a la gente menuda a dar una vuelta alrededor de la plaza, eso lo sé por cuentos de mi vieja y por la foto que obra en mi poder.

Mi viejo huérfano de madre desde los 2 años y de padre desde los 11 fue criado por una tía abuela mía, tía de él.

Ella noviaba con Tapié, con quien dejó porque nunca le iba a poder comprar un par de zapatos, claro que la tía le erró feo, peor que Astori con el presupuesto, porque Tapié fue dueño posteriormente del London París y ella se salió con la de ella porque se casó con un talabartero, o sea que en el gremio de los zapatos o los cueros quedó la historia.

En la escuela cuando pasaba algún negrito nos tocábamos la rodilla derecha para la suerte, claro que esa creencia siempre terminaba a las piñas si el negrito no era de la barra o simplemente no se la bancaba.

Antes de ser escolar, me dejaban sentar en el escalón de la puerta de calle y me acompañaba la Chicha, una foxterrier, que era racista.

Mamá la agarró perra hecha, y creo que preñada, siempre había crías en la casa porque le perra era muy mundana, bastante promiscua con los perros.

Claro que presumo que en su tierna cachorrez la perra tuvo algún mal encuentro con alguna persona de color, porque los odiaba.

Tan es así que cuando estaba sentado en el escalón, la perra se sentaba al lado mío, entre mi cuerpecito y la pared y al vivir en Palermo, entre Ansina y el Medio Mundo, frecuentemente pasaba algún integrante de la raza y la perra calladita la boca, ni un gruñido, ni un ladrido, salía chata y le metía diente en el garrón al feligrés que ni se había enterado del riesgo

Cometida la tropelía entraba como trompada a la casa y se escondía, en algún cubículo que tenía, que era prácticamente imposible de sacarla, porque ella accedía por su pequeño tamaño y yo enriquecía mi vocabulario con las resultancias de la boca del agredido que era una tostadora, y ahí me fui interiorizando en las expresiones vulgares del idioma.

La perra, la Chicha, para nosotros los de la familia, no fallaba nunca.

A otro que se la tenía jurada era al diariero, un personaje de menos de 1.50, porque para que yo, a mi tierna edad, me diera cuenta que era petizo, era un portento de la pequeñez el hombre y voceaba la mercadería en un patois italouruguayo “Diarietá-Platiña”, que venía a significar El Diario y El Plata.

En casa gritaba y lo tiraba a El Diario, que pegaba contra la puerta cancel y la Chicha del lado de adentro se lo quería comer crudo.

Era una época que no se cerraba la puerta de calle, salvo para dormir y la cancel tenía un pasador que no se pasaba nunca y los vidrios tenían unos jarrones con flores esmeriladas sobre el propio vidrio y el resto era transparente.

Si se rompía uno había que pagarlo con cárcel.

No existían rejas, ni alarmas, eso si, estaba el guardiacivil de la esquina, el que sabía todos los movimientos del barrio y no dejaba a las yiras constituirse en grupo en la esquina, sino que las hacía circular, aunque eran bien fuleras, vistas con mi visión de aquella época y trasladadas a mi visión actual, no mejoran en su aspecto.

Las más aparentes trabajarían en otra parada, ahí eran todas de segunda, aunque con el tiempo me enteré que había cuatro casas de citas o de huéspedes, en dos cuadras a la redonda y de algo vivían, pero yo en esa época y con ese tamaño no tenía ni idea de que se trataba y cuando empecé a leer y pregunté qué quería decir la chapita que estaba en la puerta de la casa de tolerancia, no recuerdo con que verso me despistaron.

Estaba el farol de la esquina, el que se bajaba con una manija para cambiar la lámpara y otro farol en la mitad de la cuadra.

Había luz para no tropezarse, no para evitar que lo asaltaran, porque no se estilaba, hoy no hay faroles hay cámaras filmadoras de video, que vienen a ser como cerrar la portera después que se escapó el chancho, para ver la película después que te mataron o te reventaron la crisma, o ver cómo un sujeto de la edad de un nieto golpea contra el piso a una señora muy mayor que podría ser su abuelita.

Los chorros del barrio no te afanaban porque existían códigos más valederos que el penal y eran los códigos morales de los chorros, “en el barrio no se afana y chau”.

Claro que nuestra inocencia era relativa, porque con papel de estraza Juanbailo (Juan Carlos) dibujó un billete de cinco pesos, que para nosotros estaba perfecto y con el papel en la mano encaró a una de las meretrices de la esquina y le dijo desde su menguada estatura, “cuanto cobrás” y la mujer de esas que fuman en la noche y en la calle le dijo “más que tu madre hijo de p….”

Ahí terminó el pedido de tarifas con el Juanbailo rajando por si las moscas y creo que nunca más se dedicó a encuestar las tarifas de las prostitutas de la esquina.

Qué tiempos aquellos, me ponía el pilot de mi hermano mayor que me llegaba hasta los tobillos y me iba al palacio Peñarol a ver pelear a Dogomar Martínez, a quien con el correr de los años y cuando empecé a trabajar, me lo encontraba en la DGI, cuando la oficina recaudadora estaba en el Palacio Salvo, en un entrepiso que había sido un cabaret, creo que el Chanteclaire, en el cual los techos tenían pintadas escenas alegóricas con faunos y odaliscas, y me arrimaba al Dogo, porque siempre había las tales colas y le daba la plata y la liquidación y el daba la vuelta, como portero que era de la impositiva y pagaba por atrás y me iba sin haber hecho la tal cola.

Lo hacía de puro piola no más.

Un crack el Dogomar, el gallego, que cuando lo tiraban en el ring se ponía colorado como un tomate y lo gastaba a piñazos al oponente.

Nosotros los de entonces vivimos de los bellos recuerdos y de los otros también y que todo sea para bien…

Un comentario en «Más que tu madre HDP»

  • Como ha cambiado todo hoy no tenemos seguridad ni a plena luz, repletos de camaras, con perros entrenados, cercado entre rejas, y lleno de alarmas. Vivimos prisioneros y ni así estamos seguros.
    Lo malo es que ya esta todo inventado.

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