26 abril 2024
PERSONALIDADES

Lo sagrado y la historia

Después de tanto tiempo, los análisis conservan aún su valor.

Pero, en las páginas que siguen, nos situamos en otra perspectiva. Querríamos presentar el fenómeno de lo sagrado en toda su complejidad, y no solo en lo que tiene de irracional.

No es la relación entre los elementos no racional y racional de la religión lo único que nos interesa, sino lo sagrado en su totalidad. Ahora bien, la primera definición que puede darse de lo sagrado es la de que se opone a lo profano.

Las páginas que siguen tienen por meta el ilustrar y precisar esa oposición entre lo sagrado y lo profano.

El hombre entra en conocimiento de lo sagrado porque se manifiesta, porque se muestra como algo diferente por completo de lo profano.

Para denominar el acto de esa manifestación de lo sagrado hemos propuesto el término de hierfoania (del griego hieros = sagrado y phainomai = manifestarse), que es cómodo, puesto que no implica ninguna precisión suplementaria: no expresa más que lo que está implícito en su contenido etimológico, es decir, que algo sagrado se nos muestra.

Podría decirse que la historia de las religiones, de las más primitivas a las más elaboradas, está constituida por una acumulación de hierofanías, por las manifestaciones de las realidades sacras.

De la hierofanía más elemental, por ejemplo, la manifestación de lo sagrado en un objeto cualquiera, una piedra o un árbol, hasta la hierofanía suprema, que es, para un cristiano, la encarnación de dios en Jesucristo, no existe solución de continuidad.

Se trata siempre del mismo acto misterioso: la manifestación de algo “completamente diferente”, de una realidad que no pertenece a nuestro mundo, en objetos que forman parte integrante de nuestro mundo “natural”, “profano”.

El occidental moderno experimenta cierto malestar ante ciertas formas de manifestación de lo sagrado: le cuesta trabajo aceptar que, para determinados seres humanos, lo sagrado pueda manifestarse en las piedras o en los árboles.

Pues, como se verá enseguida, no se trata de la veneración de una piedra o de un árbol por sí mismos.

La piedra sagrada, el árbol sargado no son adorados en cuanto tales; lo son precisamente por el hecho de ser hierofanías, por el hecho de “mostrar” algo que ya no es ni piedra ni árbol, sino lo sagrado, lo ganz andere.

Nunca se insistirá lo bastante sobre la paradoja que constituye toda hierofanía, incluso la más elemental.

Al manifestar lo sagrado, un objeto cualquiera se convierte en otra cosa sin dejar de ser él mismo, pues continúa participando del medio cósmico circundante.

Una piedra sagrada sigue siendo una piedra; aparentemente (con más exactitud; desde un punto de vista profano) nada la distingue de las demás piedras.

Para quienes aquella piedra se revela como sagrada, su realidad inmediata se transmuta, por el contrario, en realidad sobrenatural. En otros términos: para aquellos que tienen una experiencia religiosa, la naturaleza en su totalidad se puede revelar como sacralidad cósmica.

El cosmos en su totalidad puede convertirse en una hierofanía.

El hombre de las sociedades arcaicas tiene tendencia a vivir lo más posible en lo sagrado o en la intimidad de los objetos consagrados. Esta tendencia es comprensible: para los “primitivos” como para el hombre de todas las sociedades premodernas lo sagrado equivale a la potencia y en definitiva, a la realidad por excelencia.

Lo sagrado está saturado de ser.

Potencia sagrada quiere decir a la vez realidad, perennidad y eficacia.

La oposición sacro-profano se traduce a menudo como una oposición entre real e irreal o pseudorreal.

Entendámonos: no hay que esperar reencontrar en las lenguas arcaicas estas terminologías filosófica: real, irreal, etc. pero la cosa está ahí.
Es, pues, natural que el hombre religioso desee profundamente ser, participar en la realidad, saturarse de poder.

Cómo se esfuerza el hombre religioso por mantenerse el mayor tiempo posible en un universo sagrado; como se presenta su experiencia total de la vida en relación con la experiencia del hombre privado de sentimiento religioso, del hombre que vive, o desea vivir, en un mundo desacralizado.

Digamos de antemano que el mundo profano en su totalidad, el cosmos completamente desacralizado, es un descubrimiento reciente, en la relatividad de los términos, del espíritu humano.

No es de nuestra incumbencia el mostrar por qué procesos históricos y a consecuencia de qué modificaciones de comportamiento espiritual ha desacralizado el hombre moderno su mundo y asumido una existencia profana.

Baste únicamente con dejar constancia aquí del hecho de que la desacralización caracteriza la experiencia total del hombre no religioso de las sociedades modernas; del hecho de que, por consiguiente, este último se resiente de una dificultad cada vez mayor para reencontrar las dimensiones existenciales del hombre religioso de las sociedades arcaicas.

Se medirá el abismo que separa las dos modalidades de experiencias, sagrada y profana, al leer las exposiciones sobre el espacio sagrado y la construcción ritual de la morada humana, sobre las variedades de la experiencia religiosa del tiempo, sobre las relaciones del hombre religioso con la naturaleza y el mundo de los utensilios, sobre la consagración de la vida misma del hombre y la sacralidad de que pueden revestirse sus funciones vitales (alimentos, sexualidad, trabajo, etc.).

Bastará con recordar en qué se han convertido para el hombre moderno irreligioso la ciudad de la casa, la naturaleza, los utensilios o el trabajo, para captar a lo vivo lo que lo distingue de un hombre perteneciente a las sociedades arcaicas o incluso de un campesino de la Europa cristiana.

Para la conciencia moderna, un acto fisiológico – alimentación, la sexualidad, etc, – no es más que un proceso orgánico, cualquiera que sea el número de tabúes que lo inhiban aún (reglas de comportamiento en la mesa, límites impuestos al comportamiento sexual por las “buenas costumbres”).

Pero para el “primitivo” un acto tal no es nunca simplemente fisiológico; es, o puede llegar a serlo, un “sacramento” una comunión con lo sagrado.
El lector se dará cuenta enseguida de que lo sagrado y lo profano constituyen dos modalidades de estar en el mundo, dos situaciones existenciales asumidas por el hombre a lo largo de su historia. Estos modos de ser en el mundo no interesan sólo a la historia de las religiones o a la sociología, no constituyen un mero objeto de estudios históricos, sociológicos, etnológicos.

En última instancia, los modos de ser sagrado y profano dependen de las diferentes posiciones que el hombre ha conquistado en el cosmos; interesan por igual al filósofo que al hombre indagador ávido de conocer las dimensiones posibles de la existencia humana.

El hombre de las sociedades tradicionales es, por supuesto, un homo religiosus, pero su comportamiento se inscribe en el comportamiento general del hombre y por consiguiente, interesa a la antropología filosófica, a la fenomenología y a la psicología.

Para resaltar mejor las notas específicas de la existencia en un mundo susceptible de convertirse en sagrado no vacilaremos en citar ejemplos tomados de un gran número de religiones, pertenecientes a épocas y culturas diferentes.

Nada vale tanto como el ejemplo, el hecho concreto.

Seria vano discurrir sobre la estructura del espacio sagrado sin mostrar, con ilustraciones precisas, cómo se construye un espacio tal y por qué se hace cualitativamente diferente del espacio profano que lo rodea.

Tomaremos nuestros ejemplos de los mesopotamios, los indios, los chinos, los kwakiutl y otras poblaciones “primitivas”.

En la perspectiva histórico–cultural, una yuxtaposición tal de hechos religiosos, espigados en pueblos tan distantes en el tiempo y en el espacio, no carece de peligro.

Pues se corre siempre el riesgo de recaer en los errores del siglo XIX y especialmente en el de creer, con Tylor o Frazer, en una reacción uniforme del espíritu humano ante los fenómenos naturales.

Ahora bien, los progresos de la etnología cultural o de la historia de las religiones han demostrado que no es éste siempre el caso, que las “reacciones del hombre ante la naturaleza” están condicionadas más de una vez por la cultura, es decir por la historia.

Pero mayor importancia tiene para nuestro propósito hacer resaltar las notas específicas de la experiencia religiosa que mostrar sus múltiples variaciones y las diferencias ocasionadas por la historia. Es un poco como si, para favorecer la mejor comprensión del fenómeno poético, se acudiera a los ejemplos más disparatados, citando, junto a Homero, Virgilio o Dante, poemas hindúes, chinos o mexicanos; es decir, invocando tanto poéticas históricamente solidarias (Homero, Virgilio, Dante) como creaciones hechas conforme a otras estéticas.

En los límites de las historias literarias, tales yuxtaposiciones son sospechosas, pero son válidas si lo que se considera es la descripción del fenómeno poético en cuanto tal, si lo que se tiene por propósito es mostrar la diferencia esencial entre el lenguaje poético y el lenguaje ordinario, cotidiano.

Nuestro primer propósito es presentar las dimensiones específicas de la experiencia religiosa, resaltar sus diferencias con la experiencia profana del mundo.

No insistiremos en los innumerables condicionamientos que la experiencia religiosa del mundo ha tenido en el transcurso de los tiempos.

Así, es evidente que los simbolismos y los cultos de la Tierra-Madre, de la fecundidad humana y agraria, de la sacralidad de la mujer, etc., no han podido desarrollarse y constituir un sistema religioso ricamente articulado hasta el descubrimiento de la agricultura; es asimismo evidente que una sociedad pre-agrícola, especializada en la caza, no podía sentir de la misma manera ni con la misma intensidad la sacralidad de la Tierra-Madre.

Una diferencia de experiencia es secuela de las diferencias de economía, de cultura y de organización social; en una palabra: de la historia.

Con todo, entre los cazadores nómadas y los agricultores sedentarios subsiste esta similitud de comportamiento, que nos parece infinitamente más importante que sus diferencias: unos y otros viven en un cosmos sacralizado, participan en una sacralidad cósmica, manifestada tanto en el mundo animal como en el vegetal. No hay más que comparar sus situaciones existenciales con la de un hombre de las sociedades modernas, que vive en un mundo desacralizado, para percatarse inmediatamente de todo lo que separa a este último de los otros.

Al mismo tiempo, se capta el lícito fundamento de las comparaciones entre hechos religiosos pertenecientes a culturas diferentes: todos estos hechos dimanan de un mismo comportamiento, el del homo religiosus.

Esto puede, por tanto, servir de introducción general a la historia de las religiones, puesto que describe las modalidades de lo sagrado y la situación del hombre en un mundo cargado de valores religiosos.

Nunca hay que titular un trabajo como Tratado de la Historia de las Religiones, sino humildemente, poner pequeño ensayo sobre las religiones y si vale será un tratado y si no será lo que llegue a ser.

Esto si todo ser humano dentro de sí tiene un templo interior que va cultivando y mejorando con el decurso de su vida.

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