20 abril 2024
PERSONALIDADES

¿Locura de amor, o de celos?

Cuando en España se habla de “locura de amor” se piensa en seguida en Juana la Loca.

La locura de Juana no fue locura de amor sino de celos que es muy distinto.

El verdadero enamorado es aquel que dice: Esta mujer tiene defectos, que no me gustan, pero a pesar de ello la quiero”
Los historiadores se hallan bastante desacordes al juzgar la locura de doña Juana.

La historiografía romántica habla de locura de amor.

Más adelante los historiadores se han dividido entre los que apuntan a una enfermedad mental producida por los celos y los que creen que dicha enfermedad fue producida, o por lo menos exagerada, por cuestiones políticas y para arrebatar el poder a la infeliz reina.

Juana nació el 6 de noviembre de 1479 en el Alcázar de Toledo.

Se le impuso el nombre de Juana en recuerdo de su abuela Juana Enríquez, madre del Rey Católico don Fernando, a la que llegó a parecerse tanto que, en broma, la reina Isabel la llamaba “suegra” y don Fernando “madre”.

No era bonita, pero, según los retratos de Juan de Flandes, tenía un rostro ovalado muy fino, ojos bonitos y un poco rasgados, el cabello fino y castaño, lo que la hacía muy atractiva.

Se conservan dos retratos hechos por el mismo pintor, uno en la colección del barón Thyssen-Bornemisza, en que aparece vestida muy pacatamente, tal como correspondía al ambiente de la corte española.

El otro, actualmente en el Museo de Viena, la muestra ya provista de un generoso escote, tal como correspondía al ambiente más liberal de la corte borgoñona.

Este último fue realizado, naturalmente, cuando doña Juana ya estaba en Flandes después de su casamiento.

Desde pequeña dio muestras de tener un carácter muy fuerte.
A veces dormía en el suelo o se flagelaba siguiendo las historias de los santos que le contaban.

Como es lógico, sus padres y sus educadores procuraban frenar estas tendencias extremas.

A los dieciséis años los Reyes Católicos casaron a su hija con el archiduque Felipe de Austria, hijo del emperador Maximiliano I de Alemania y de la duquesa María de Borgoña, y soberano de Flandes por fallecimiento de su madre.

Sólo había visto a su prometido en un retrato, del ya citado Juan de Flandes, que había sido enviado a la corte española.

A Felipe se le conoce con el sobrenombre de elHer¬moso, aunque más parece seguro que este apodo se lo pusiesen posteriormente. Había sido educado en un ambiente más liberal.

Había tenido varias aventuras, si no sentimentales por lo menos sexuales, y no pareció que el matrimonio le reprimiese sus impulsos, lo que provocó, desde los primeros momentos, escenas de celos, peleas y recriminaciones.

Al parecer, doña Juana se sintió herida en su amor y aún más en su amor propio, que muchas veces se transforma en amor propietario.

No dejó don Felipe de mantener contactos sexuales con su mujer, por lo menos sabemos que le dio seis hijos, pero, alternaba sus deberes conyugales con escarceos ilícitos.

El 24 de febrero de 1500 doña Juana se encontraba en una fiesta; a pesar de hallarse encinta, no quería dejar de asistir a los saraos a los que acudía su esposo, para espiarle constantemente.

En medio de la fiesta y el bullicio se le presentaron los dolores del parto; sus damas la retiraron a una habitación en la que había el sillico destinado a ciertos menesteres íntimos y allí, en un retrete, dio a luz al príncipe Carlos, que luego sería el rey Carlos I de España y emperador V de Alemania.

El 22 de mayo de 1502se reunieron las Cortes y doña Juana y don Felipe fueron jurados como príncipes de Asturias.

La Reina Católica pensó en su madre, que en 1493 había muerto, no lejos de Medina, en Arévalo, víctima de una dolencia mental.

A finales de mayo de 1504 parte de nuevo Juana hacia Flandes. Se despide de su madre, a la que ya no volvería a ver, y embarca en Laredo. Al llegar a Flandes vuelven a desatarse los celos incontrolados. Atribuye a don Felipe amores con todas las de unas de su palacio. Llena de celos, hace cortar al rape la rubia melena de una joven que, según ella, era amante de su esposo.

Varias veces al día se lava la cabeza, síntoma que, según los psiquiatras, es característico de la esquizofrenia.

Cuando sabe que su marido está en la habitación de al lado, se pasa la noche dando golpes a la pared.

El tesorero de doña Juana, Martín de Moxica, lleva un diario, que se ha perdido, en el que anota los sucesos de cada día y las anormalidades, cada vez mayores, de doña Juana y lo envía a los Reyes Católicos.

El efecto que produjo nos lo podemos imaginar cuando la reina Isabel, tres días antes de su muerte, modifica su testamento indicando que si «su muy querida y amada hija aun estando en España no quisiera o no pudiera desempeñar las funciones de gobierno, el rey Fernando debía reinar, gobernar y administrar en su nombre».

Castilla se dividió en dos bandos: uno partidario de don Fernando, en quien veían dotes de gobernante y continuador de la política de doña Isabel, y otro afín a don Felipe, del que esperaban la concesión dé privilegios otorgados antiguamente por los monarcas castellanos y que habían sido recortados por los Reyes Católicos.

Cuando don Felipe se las prometía muy felices, doña Juana, a escondidas de su marido, envió una carta a su padre indicándole que era su voluntad que continuase go¬bernando el reino, pero la carta fue interceptada por don Felipe, que amenazó a su esposa con prohibirle la vuelta a España.

Llega otra carta en la que doña Juana se queja de que le tengan por falta de seso y de que le levanten falsos testimonios.

En ella anun¬cia que se encuentra bien de salud y que en caso de per-derla sería don Felipe quien debería encargarse del go¬bierno de Castilla.

Pero la carta no es autógrafa más que en la firma, ya que está escrita por el secretario por lo cual el rey don Femando, lógicamente, in¬terpreta que ha sido escrita por inducción de don Felipe y tal vez haciéndola firmar por doña Juana en un mo¬mento oportuno.

El 8 de enero de 1506 don Felipe y doña Juana embar¬can para trasladarse a España definitivamente. Un grupo de damas de la corte tuvo que ser embarcado a escondi¬das, pues doña Juana se negó a hacerlo si. había otras mujeres en la comitiva.

Al final se reunieron don Felipe y don Fernando, y en la aldea de Villafáfila, cerca de Puebla de Sanabria, firma¬ron un tratado por el cual se reconocían y confirmaban mutuamente en sus reinos: Fernando para Aragón, y Fe¬lipe y Juana para Castilla.

Pero ambos soberanos, convencidos de la incapacidad de doña Juana para reinar, tenían preparadas una serie de cláusulas secretas para sacarlas a relucir en el momento que les pareciese oportuno y salvar así sus intereses.

Pero esta lucha entre suegro y yerno terminaría pronto. El 17 de setiembre, encontrándose con la reina en Bur¬gos, se puso a jugar a pelota; al concluir la partida, su¬doroso como estaba, bebió un jarro de agua helada. Al día siguiente no pudo levantarse a causa de la fiebre. La reina le cuidó no separándose ni un momento de su lado, hizo que le montasen una cama al lado de la de su ma¬rido y allí estuvo hasta la muerte de Felipe I el 25 de se¬tiembre de 1506.

La reina no derramó una sola lágrima y dio severas órdenes para que solamente hombres velasen el cadáver, prohibiendo que nin-guna mujer se acercase a él.

Dicen que estuvo presente mientras lo embalsamaban y no quiso que le enterrasen, sino que, pasados algunos días, mandó que el féretro fue¬se trasladado a la cartuja de Miraflores por ser el monas¬terio de cartujos, es decir de hombres, e hizo que lo ins¬talasen en una dependencia de clausura para que ninguna mujer pudiese verlo, salvo ella por privilegio especial. Llevaba doña Juana colgada del cuello la llave del ataúd y, cada vez que le visitaba, lo abría para contemplar el cadáver, que por cierto estaba mal embalsamado y hedía.

Por el mes de noviembre hubo un brote de epidemia en Burgos y la Corte decidió trasladarse a otra ciudad, a lo que se opuso doña Juana por no alejarse de la cartuja de Miraflores. Por fin, el 20 de diciembre se consiguió que doña Juana consintiese en trasladar el cuerpo de su es¬poso a Granada para ser enterrado junto al de Isabel I. Dice González Doria:

«Envió su corte por delante de ella y solamente llevó en su cortejo varios frailes y una media docena de cria¬das viejas y feas; a la pobre doña Juana le atormentaban los celos incluso ahora que el Hermoso don Felipe no era ya nada más que unos míseros despojos pestilentes.
Algunos contemporáneos pre¬tendían saber que doña Juana estaba poseída por la idea fija de que el muerto había sido embrujado por mujeres envidiosas, que su muerte era sólo aparente y temporal, que al cabo de cierto plazo volvería a la vida y que ella vivía con el constante temor de que podría dejar escapar este momento. »

El cadáver tenía que ser conducido a Granada y don Femando se daba cuenta de que el deambular de doña Juana era absurdo, aparte de provocar numerosos inci¬dentes a causa de sus celos póstumos.

En el fondo a don Fernando no le importaba nada que el cadáver de su yer¬no reposase en Granada o en cualquier otro sitio.

En 1508 don Fernando, junto con Germana de Foix, su segunda esposa, visitaron a doña Juana que, ya comple¬tamente orate, no consentía en cambiar de vestidos ni en lavarse, ella que había sido siempre tan limpia. Al final, y ya en 1509, se decidió doña Juana a trasladarse a Tordesi- lias. El ambulante féretro de don Felipe fue instalado en la iglesia de Santa Clara y colocado de tal forma que la infeliz reina podía verlo a cualquier hora del día y de la noche desde las ventanas de sus aposentos.

Don Fernando, ansioso de tener hijos con doña Ger¬mana, tomaba continuamente pócimas y brebajes preten¬didamente afrodisíacos. No consiguió nada con ello sino acelerar su muerte, que tuvo lugar en Madrigalejo el 23 de enero de 1516.

En su testamento dejó por heredera a su hija doña Juana, pero se refería a ella en los siguientes términos:

“Es cierto que ya que del impedimento de la dicha Se¬renísima Reyna nuestra primogénita sentimos la pena como padre que es de las más graves que en este mundo se puede ofrescer, nos parece para en el otro nuestra cons¬ciencia estaría muy agrabada e con mucho temor si no proveyésemos en ello como convinese; por ende en la me¬jor vía y manera que podamos y debamos dejamos y nom¬bramos por Gobernador general de todos los dichos Rey- nos e Señoríos nuestros al dicho Ilustrísimo Príncipe Don Carlos nuestro muy caro nieto para que en nombre de la dicha Serenísima Reyna su madre los gobierne, conserve, rija e administre…”

En otoño de 1517 llegaron a España desde los Países Bajos sus hijos Carlos y Leonor. El primero, de diecisiete años de edad, había sido proclamado en Bruselas rey de Castilla y Aragón. Fueron a visitar a su madre. Carlos, que no sabía hablar todavía en castellano, se le dirigió en francés:

—Señora, vuestros obedientes hijos se alegran de en¬contraros en buen estado de salud y os ruegan que les sea permitido expresaros su más sumiso acatamiento.

La reina se les quedó mirando un rato como haciendo un esfuerzo para concentrarse.

—¿Sois vosotros mis hijos?… ¡Cuánto habéis crecido en tan poco tiempo!… Puesto que debéis estar muy can¬sados de tan largo viaje, bueno será que os retiréis a des¬cansar.

Y esto fue todo después de doce años de no haberlos visto.
Doña Juana ignoraba que había muerto su padre y no le chocaba que no fuese a verla porque ella, en su abulia, tampoco tenía deseos de verle.

Un acontecimiento sucedió en España que pudo haber cambiado la historia del país: fue el alzamiento de los co¬muneros en el que desempeñó Juana un papel, aunque pasivo, muy importante. «Los revolucionarios afirmaban, porque ello era favorable a sus intereses, que estaba pri¬sionera contra toda justicia y además sana de juicio. Pe¬netraron en el castillo y quisieron libertarla; ella no se movió del sitio.

Le dijeron que hacía mucho tiempo que había muerto el rey don Fernando; no quiso creerlo. Pu¬siéronle a la firma decretos sobre la nueva organización del gobierno; la letargía no le permitió levantarse para ello ni leer siquiera uno; se negó a firmarlos.

Le amena-zaron diciéndole que mientras negara la firma ni ella ni la infantita lograrían comer un bocado; Juana no se con¬movió lo más mínimo. Hincáronse de rodillas delante de ella, le pusieron ante sus ojos los decretos escritos, la pluma de ave y el tintero y la importunaron con vehemen¬tes ruegos; pero ella miró por encima de sus cabezas y buscó con vacía mirada una lejanía indecisa. Por último, entraron varios sacerdotes para exorcizar a la pobre reina y librarla de la violencia del espíritu malo que moraba en ella. Pero todo fue en vano: Juana perseveraba en su indi-ferencia y en su resistencia pasiva. Sin saberlo salvó la soberanía de su hijo, pues su firma hubiera hecho gobier¬no legítimo lo que ante la ley era un conjunto de rebel¬des.

Y así pasan años y años. Cada vez se va acentuando la enfermedad de la reina. Tiene arrebatos de furia, golpea a las criadas y a las damas de su servicio, come sentada en el suelo y, al terminar, arroja la vajilla y los restos de comida detrás de los muebles. Se pasa dos días sin dor¬mir y luego durante otros dos no se mueve de la cama. Va andrajosa y sucia, no se lava. Como una gran cosa, un mes se cambia tres veces de vestido y duerme con ellos puestos.

Durante cuarenta y seis años vive, si a eso se le puede llamar vivir, encerrada en Tordesillas.

Doña Juana está cada vez más enferma, sus piernas se ulceran, se infectan las heridas, tiene fiebre y vómitos. Sus dolores son tales que no grita sino aúlla día y noche. Mue¬re en la madrugada del viernes santo 12 de abril de 1555, a los setenta y cinco años de edad, después de haber es¬tado encerrada desde los veintinueve.

Su hijo Carlos abdica seis meses después. Los únicos seis meses en que legalmente había sido rey de España.
¿Locura de amor? ¿Locura de celos? ¿Simplemente lo¬cura manifestada a través de ellos?

Lo cierto es que la vida de doña Juana está muy lejos de la propagada por las novelas, el teatro o el cine, pero es que la realidad siempre es más dura que la ficción, por brutal que ésta se presente. En la vida real se sufre y no se finge.

No nos resulta nada fácil analizar las inconductas de Juana, llamada la Loca, dado lo distintas que son las costumbres y además estamos ante una locura real, de sangre azul.

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