Reina Victoria de Inglaterra
La soberana del mayor imperio del planeta. No parecía destinada a llevar la corona, pero ocupó el trono del Reino Unido durante 63 años en los que su país se convirtió en la primera potencia mundial.
Al cumplir los sesenta años de reinado, durante los desfiles del Jubileo de Diamante, la reina Victoria bien pudo pensar que ningún otro ser humano había alcanzado nunca las dimensiones de su poder y su gloria. No es una apreciación exagerada. En 1897, la soberana inglesa no sólo era monarca del país más avanzado del planeta: también regía un imperio que abarcaba una cuarta parte de la esfera terrestre. Y su poder, asentado en la ciudad más próspera del mundo, Londres, hacía sentir su presencia en el último confín de la tierra a través de la maquinaria bélica más formidable de la historia: la Armada británica. El esplendor de su reinado, sin embargo, no terminaba ahí. Porque Victoria también podía pensar que había comandado una época de esplendor sin igual en términos de civilización, ya fuera en las ciencias con Darwin, en la exploración con Stanley y Livingstone (entre otros) o en las letras con Charles Dickens. Incluso en la misma política, a la reina le cabía la satisfacción de haber descollado entre figuras de gigantes como los primeros ministros Disraeli o Gladstone. Y si ésta era su obra en vida, su legado no le iba a ir a la zaga: su modelo de monarquía constitucional estaba destinado a pervivir hasta nuestros días, y sus descen-dientes iban a reinar en tantos países (de España a Dinamarca) que terminaría por ganarse el título postumo de «abuela de Europa».
Es cierto que desde muy pronto, apenas fallecida la soberana en 1901, la era victoriana iba a convertirse en sinónimo de sociedad pacata, rígida y moralista. Pero, como dijo el escritor Ronald Knox, estamos también ante una etapa de pujanza sin igual: «Sólo quienes nacimos bajo la reina Victoria —escribe— sabemos lo que es asumir, del modo más natural, que Inglaterra es de modo permanente la primera de las naciones, que los extranjeros no importan y que, si ocurre lo peor, el primer ministro mandará los barcos» (de guerra, por supuesto).
Mucha de esa grandeza se debía a la propia reina. A la misma mujer que, cuando niña, nada más saber de su destino real, sorprendió a todos con sus palabras: «Lo haré bien». Esa «firmeza y claridad de propósito» de su edad infantil la ayudarían, con los años, a ser un modelo de reina, no ya para Gran Bretaña, sino para todo lugar y todo tiempo.
El príncipe alemán
Rudyard Kipling, el gran cantor del Imperio, alabaría a Victoria por ser «la reina que coronó rey a su pueblo». Por eso constituye una ironía recordar que nunca fue formada para reinar. No es sólo que, nada más nacer, apenas tuviera esperanzas de heredar el trono (era quinta en el orden de sucesión). Ocurre que en su infancia, que ella misma recordaría como «bastante melancólica», vivió confinada en la asfixia cortesana del palacio londinense de Kensington.
LA BODA DE LA REINA
El enlace entre Victoria y Alberto tuvo lugar en la capilla Real del palacio de Saint James, en Londres, el 10 de enero de 1840; la cola del vestido de novia medía 5,5 m de largo. El óleo, de G. Hayter, data de aquel año.
Por suerte, la joven Victoria inauguró pronto lo que sería una fecunda tradición en su vida: encontrar un cómplice, un apoyo humano de fidelidad absoluta tanto para las cosas de la política como para las del corazón. La primera gran ayuda le vendría de adolescente y de manos de su haya, Louise Lehzen, a quien iba a dedicar —por oposición a su madre— las más tiernas palabras en su diario. La segunda, tras coronarse con apenas dieciocho años, sería ya una auténtica formación en sociabilidad y mundanismo: con el primer ministro lord Melbourne, del partido whig o liberal, Victoria iba a completar su educación y adiestrarse en las artes del gobierno.
Al contrario que su tataranieta, la actual reina Isabel II, que ya contaba con un consorte en el día de su coronación, Victoria tuvo que esperar dos años para casarse. Lo hizo con Alberto de Sajonia-Coburgo, y aquella decisión no fue sólo la más importante de su vida, sino también la más feliz. Juntos protagonizaron una de las historias de amor más apasionadas de la realeza de todas las épocas, desde que, nada más conocerse, Victoria cayó subyugada antelabelleza «fascinante» de su príncipe alemán. A primera vista, el éxito de su matrimonio sólo puede explicarse como una armonía de contrarios: ella era dramática; él, poético; ella era mandona, él, un hombre maniático y puritano. Pero juntos hicieron posible lo que codificó el mayor teórico Victoriano de la monarquía, Walter Bagehot: su modelo de vida en familia fue capaz de convertirse en ejemplo moral ante su pueblo, llevando así «el orgullo de la soberanía al nivel de la vida diaria».
Se ha dicho, con razón, que la célebre rigidez victoriana debe menos a Victoria que a Alberto. Y también se ha criticado al consorte por su actitud de «metomentodo» en las labores del gobierno, con su lluvia de memorandos y cartas al ejecutivo británico. Sin embargo, el príncipe iba a ejercer un papel tan relevante como positivo en sus veinte años junto a Victoria. Fue Alberto el primero en poner orden en la administración de la casa real, que todavía hoy sigue sus modélicas directrices. Y, ante todo, fue el encargado, de la mano de Victoria, de afianzar ese papel filantrópico y asistencial de la Corona británica que continúa en el presente. En definitiva, Alberto no se limitó, como se suponía en un principio, a aportar descendencia al trono inglés. Su gran acierto fue acuñar la concepción moderna de la realeza al intuir, en sus propias palabras, que «la exaltación de la monarquía sólo es posible gracias al carácter personal del soberano».
La viuda de Windsor
No todo fueron rosas y champán entre Victoria y Alberto. Si la reina, en las discusiones, llegaba a arrojarle lo que tenía a mano, su consorte se retiraba, después de la riña, para hacerle a su mujer una detallada lista de reproches. Con todo, a la muerte de Alberto —en una fecha tan temprana como 1861—, la reina en su dolor, pareció tomar ejemplo de Juana la Loca: encerrada entre recuerdos, mandaría esculpir «la pequeña oreja» de Alberto para seguir acariciándola y, durante décadas, dejó sus aposentos en el castillo de Windsor tal y como se encontraban el día en que murió. La reina, en fin, dispuso incluso que siguieran haciendo subir agua caliente y ropa limpia cada mañana a la habitación del finado. Y vivió su luto y procuró su olvido de la mejor manera que sabía: trabajando.
El retiro de Victoria no fue bien recibido por la opinión pública británica, que llegaría a referirse a la soberana como «la viuda de Windsor» y a generar (durante su primer decenio de viudez) un ambiente de simpatías republicanas. El propio gobierno la consideraba por momentos una carga: la reina, según había aprendido de Alberto, se juzgaba a sí misma como «una especie de primer ministro.
Su matrimonio con Victoria en 1840, apenas comenzado el reinado de ésta, iba a mezclar el afecto y la política, y a hacerse inmortal entre las historias de amor reales. Dicen que ella, Victoria, siempre le quiso más a él, y es posible; Alberto no era hombre apasionado, sino fuertemente puritano, tímido y melancólico; a cambio, también era una persona justa, compasiva y de carácter dulce. Durante un tiempo, Alberto fue el hazmerreír de la vida pública británica: no tenía otro papel ni se le dio más título que el de consorte de la reina. Sin embargo, de la mano de su consejero, el barón Stockmar (nacido, como él, en el principado de Coburgo), Alberto ejercería una gran influencia en la política británica. Ciertamente, su meticulosidad y pertinacia a la hora de mezclarse con los asuntos del gobierno le generaron mala fama entre los líderes políticos británicos. Pero fue él quien, poco a poco, instruyó a Victoria en las labores propias de los monarcas constitucionales, que preceptúan que el soberano no ha de ser de ningún partido si quiere ser de todo el pueblo. Antes de su muerte prematura con poco más de cuarenta años, en 1861, Alberto conoció su hora de gloria con la Gran Exposición de 1851 en Londres, de la que fue el máximo impulsor. Su viuda, Victoria, le lloraría durante largos años.
LA REINA LO DIBUJÓ, lo incluyó en su testamento e incluso pensó en escribir un libro sobre él. No hablamos de su esposo Alberto, sino del sirviente escocés John Brown, que prestó sus servicios en Balmoral al príncipe consorte y a Victoria, y que, a la muerte de Alberto, tanto aligeró (siempre sin sobrepasar la relación platónica) las penas de la reina viuda. La afinidad entre caracteres fue tan estrecha que los británicos comenzaron allamara Victoria «la señora de Brown» y sus propias hijas se referían a él como «el amante de mamá». Al morir Brown en 1883, la reina mandó alzar un memorial a quien consideraba «un regalo de Dios».
En resumen, Victoria parecía hacer lo contrario de lo que esperaba su pueblo: desdeñar sus funciones ceremoniales y excederse en sus labores políticas.
Por si fuera poco, la reina iba a tener más aflicciones familiares, emanadas todas ellas de su heredero Alberto Eduardo, coloquial-mente llamado Bertie. Aunque era madre de nueve hijos, Victoria sentía un singular aborrecimiento hacia la maternidad y hacia los niños y sus «sonidos de rana». Pero el enfrentamiento con Bertie sería duradero: le reprochaba sus amantes, su vida ociosa y frívola, y en la creencia de que había causado la muerte de su querido marido no podía «mirarle sin escalofrío» (Alberto murió tras coger un resfriado al volver de Cambridge, adonde había ido para regañar a su hijo por su vida disoluta).
Irónicamente, Alberto Eduardo (menos formado aún para reinar que su madre) iba a ser un rey de gran lucimiento, «el primer gentleman de Europa». Y, como el amor sólo busca un objeto al que aplicarse, la reina iría aliviando sus cuitas familiares con la relación —a buen seguro platónica— con su sirviente favorito, John Brown, y posteriormente con un asistente personal venido «como regalo» de la India. Los dos iban a ser nuevos apoyos para el corazón de la reina, aunque Bertie se encargaría de borrar cualquier rastro de ambos tras la muerte de Victoria. Quién sabe si no se trató de una particular venganza hacia la madre que tanto lo había relegado.
Adulación y altivez
La testarudez de Victoria —a la vez virtud y defecto— tenía sus límites: como señaló el novelista y ensayista estadounidense Louis Auchincloss, la reina siempre fue consciente de que le era necesario alguien que supiera llevarle la contraria. Uno de quienes lograron hacerlo con gran arte fue sir Henry Ponsonby, secretario privado de su casa, todo diplomacia y persuasión. Su mayor cometido consistió en evitar choques entre los deseos de la reina y los de los primeros ministros del país. Además del citado Melbourne, Victoria iba a tratar con Robert Peel, lord Russell, lord Palmerston…, personalidades todas ellas de la mayor envergadura. Pero sus dos interlocutores de mayor relieve —y dos de los políticos más exitosos de su siglo— iban a ser el conservador Benjamin Disraeli y el liberal William Gladstone. Ambos fueron enemigos íntimos. Y ambos trataron también íntimamente con la reina, aunque si Disraeli se granjeó el mayor favor de Victoria, con Gladstone la relación sería peor que gélida: la soberana llegó a plantearse la abdicación con tal de que no llegara al poder. No es extraño que Disraeli (Dizzy para Victoria) pudiera tomar asiento en presencia de la reina, mientras que Gladstone, ese «agitador medio loco», debía permanecer en pie.
Dandy y escritor en su juventud, primer y único gobernante judío del Reino Unido, y hombre público de singular astucia, Disraeli iba a ser otro de esos puntales que, junto al propio acierto de Victoria, convirtieron su reinado en una edad para el recuerdo. Es posible que la mayor estrategia de Disraeli ante la soberana fuese hacerle coba: en algún momento, el primer ministro se per-mitió decir que, aunque fuese reina, Victoria también era mujer, y como tal la trataba. Y si ambos intercambiaban cumplidos y cortesías, el gran político británico tuvo el tino de proponer a su reina el regalo que mayor ilusión podía hacerle: el título de emperatriz de la India. Era 1876 y Victoria, que amaba todo lo relacionado con el subcontinente —desde la cocina al servicio doméstico-, no tardó, en su entusiasmo, en aplicarse al estudio de las lenguas hindi y urdu. Cuando murió Israelí, la reina no dudó en erigirle un memorial «alzado por su agradecida soberana y amiga».
Para ver los extremos (que algunos han considerado «psicopáticos») de la enemistad de la reina con Gladstone basta pensar en la despedida que ella le tributó al abandonar el poder: si con Disraeli todo habían sido efusiones, Gladstone no recibió ni unas líneas de agradecimiento. Posiblemente el maltrato a un político tan extraordinario fuese la nota más injusta de la vida de Victoria. Gladstone fue el pobtico británico más popular y aclamado de su tiempo, cosa que tal vez irritara la fina piel de la reina.
Un crepúsculo dorado
Incluso con su primer ministro más detestado, la reina demostró que había aprendido su oficio: nunca iba a romper con él, nunca iba a poner en peligro la paz de las instituciones. Victoria reinaba, pero ya no gobernaba. Y en ese paso gradual hacia la monarquía constitucional, sometida al poder político, habían tenido que ver tanto las lecciones del viejo Melbourne como las carantoñas con Disraeli y los encontronazos con Gladstone.
En el ocaso de su edad, el carácter de Victoria dio un giro hacia una mayor paz y dulzura, al tiempo que lucía a ojos de todos una majestad y una serenidad tan naturales como imponentes. El silencio de las galerías y corredores alfombrados de Windsor es un indicio de la «reverencia» que inspiraba la soberana. Una reina que, pese a la pérdida de varios de sus hijos, supo hacer de su vejez su mejor momento. Su muerte ocurrió en una fecha elocuente: 1901, como si la soberana supiese que su tiempo había quedado definitivamente atrás. El crepúsculo Victoriano daría paso a ese mediodía de esplendor que fue la edad eduardiana, antes de la Gran Guerra que teñiría de sangre Europa. Victoria, por fortuna, ya no pudo ser testigo de una contienda que tuvo mucho de riña entre sus descendientes.
Sus herederos fueron los oponentes y enemigos en varios frentes y bandos durante la Primera Guerra Mundial cosa que dará para otro artículo.