GEOPOLÍTICA

Ucrania en una guerra desigual pide garantías de paz

La guerra suele contarse desde los titulares. Durante mucho tiempo pareció haber un único culpable claramente señalado

Hoy, en cambio, el relato se vuelve más difuso, incómodo, casi esquivo. Como si nombrar ciertas responsabilidades se hubiera vuelto demasiado obvio. ¿Qué pasó con el compromiso aliado?

En todo conflicto armado existen historias que llegan desde ambos lados del frente. Con ellas se construyen noticias, análisis, críticas y opiniones que inundan los medios. Pero hay algo que atraviesa todos esos relatos y no admite matices: la guerra mata. Mata soldados, civiles, niños, mujeres y ancianos. Arrasa ciudades, desgarra familias, borra futuros. Las imágenes que circulan a diario sacuden conciencias en todo el mundo y alimentan un clamor común: que termine, que haya paz.

La pregunta, sin embargo, sigue siendo la misma y no tiene una respuesta sencilla: ¿cuándo es el mejor momento para alcanzar un acuerdo de paz?

Alianzas comprometidas: pero no tanto

Los expertos coinciden en algo elemental y trágico a la vez: el mejor acuerdo es siempre el que se logra antes de que estalle la guerra. El peor, casi inevitablemente, es el que se firma cuando una de las partes ya ha perdido demasiado. Territorio, vidas y margen de negociación.

La guerra entre Rusia y Ucrania suele presentarse como un conflicto iniciado hace poco más de tres años. Pero sus raíces se hunden mucho más atrás, en un proceso que supera las dos décadas y que ofreció varias oportunidades para evitar el desenlace actual. Los acuerdos de Minsk de 2014 y 2015 fueron algunas de esas instancias fallidas, intentos de frenar una escalada que nunca dejó de avanzar.

Había una herramienta para frenar la guerra: ¿Cual era?

Durante ese tiempo, Ucrania pidió de manera reiterada ingresar a la OTAN y formar parte de la Unión Europea. Aspiraciones que, en el discurso, encontraron comprensión y apoyo en Occidente. Pero que en la práctica nunca se tradujeron en decisiones concretas.

La pregunta que surge, entonces, es incómoda: si gran parte de Occidente compartía las razones y temores de Ucrania, ¿por qué no se le permitió integrarse a la OTAN? De haber ocurrido, la historia podría haber sido distinta. La invasión rusa habría activado automáticamente los mecanismos de defensa colectiva y la respuesta no habría recaído casi en soledad sobre un país que hoy depende de armas, ayuda financiera y respaldo diplomático fragmentado.

La realidad actual de paz es dura para una de las partes: ¿Se pudo evitar tanto sufrimiento?

Rusia controla amplias zonas del territorio ucraniano y sostiene una guerra de desgaste que, para muchos analistas, juega a su favor. Los aliados europeos optaron por no involucrarse de manera directa y apostaron a las sanciones económicas como principal herramienta de presión. Pero esas medidas no lograron frenar a Moscú y, en cambio, golpearon con fuerza a la propia economía europea, encareciendo la energía y reconfigurando el comercio ruso lejos del bloque occidental.

Aun así, el mundo sigue reclamando paz. Una paz que todos desean, pero que alguien deberá asumir cómo y a qué costo se alcanza. En este escenario, con Ucrania debilitada y habiendo perdido territorios mientras espera un respaldo que nunca fue total, resulta difícil imaginar acuerdos que puedan considerarse verdaderamente justos.

La paz, una vez más, aparece como una necesidad urgente. Pero también es como un espejo incómodo, que obliga a mirar las decisiones que no se tomaron cuando todavía había tiempo.

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